- La viuda del ex-presidente Azaña, saludada por los Reyes
‘La Transición’ es una cosa que muchas personas cuestionan airadamente. En este sentido, hace bien poco se anunciaba un libro con el siguiente (y provocativo) eslogan ‘Y a ti ¿cómo te contaron la Transición?’ Una malintencionada pregunta ante la que me dije, sorprendido, que a mí no me la tenía que contar nadie porque soy yo quien la cuenta, transformado en abuelo Cebolleta, cada vez que alguien quiere escucharme. ‘La Transición’ es ‘mi’ propia historia y en ella la muerte de Franco, las elecciones de junio del 77, la llegada de la Constitución y el intento de golpe del general Armada tuvieron lugar ayer. Puedo decir donde estaba y qué hacía cuando me enteré de que acababan de ejecutar a Salvador Puig Antich y, sin consultar el Google, quién era Mari Luz Nájera, hoy sólo el nombre de un parque. Puedo decir también la edad que tendría, -treinta y ocho años-, el hijo de Loli González y de José María Mohedano, víctima no nacida del atentado de Atocha, del atentado de la calle Atocha, no el reciente de la estación. Soy tan espantosamente viejo que a veces en el fondo de mi cabeza suena aún, como un aviso, la voz de Luis Pastor cantando ‘abrígate bien, no vayas a pillar una bala en los pulmones, que no está el tiempo bueno todavía’. Cuando pasa eso, me subo instintivamente el cuello del abrigo y experimento de nuevo el sabor frío del miedo.
ABC del 25 de enero de 1977. Un día informativamente denso.
Luis Eduardo Aute, que también cantaba, cantaba por aquel lejano entonces una canción ensimismada y surrealista que ha acabado por convertirse en himno porque expresa bien la ausencia de esperanza con la que, aún así, empujábamos, no sabíamos bien qué.
Los hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas…
Presiento que, tras la noche,
vendrá la noche más larga:
no
quiero que me abandones,
amor mío, al alba.
Portada del diario vespertino ‘Informaciones’ correspondiente al 27 de septiembre de 1975. Mes y medio después murió Franco.
Los himnos se quieren épicos, pero hay poca épica en el día a día. La épica es una forma de recordar y este humilde ‘himno’ que cantaba Aute al alba expresa bien el miedo silencioso e inconfesable que constituyó el medio ambiente, el caldo de cultivo de ‘La Transición’. Un miedo insoslayable que no se podía orillar y con el que había que vivir, eso sí, sin confesarlo ni reconocerlo: había que hacer lo que había que hacer pese a un pánico que te podía paralizar. Y como nadie se quería parar, lo que se hizo fue tirar palante y esa tontería, mira tú, ha terminado llamándose ‘La Transición’.
El miedo enseña mucho: quien ha pasado miedo, se lo ha comido y después ha sobrevivido es poco dado a entusiasmos puritanos. Quien ha pasado miedo sabe lo que hay. Quizá sea eso, la experiencia del miedo, lo que levanta una barrera, una raya, una frontera invisible entre los urbanitas españoles de clase media –o aspirantes- educados durante el franquismo y los educados a lo largo de la democracia, una democracia que denuestan. ‘Lo llaman democracia y no lo es’, claman enarbolando ‘la tricolor’, la fugaz bandera de España durante la idealizada II República. Del mismo modo denuestan a SM El Rey porque ‘no nos representa’ y a su augusto padre, don Juan Carlos I, porque ‘caza elefantes’ y porque ‘lo puso Franco’.
Uno, que sabe lo que costó la denostada, no comparte el denuesto: demasiado fácil y demasiado simple.
Franco marca sin piedad el siglo XX español. Un nombre mágico, pero sobre todo trágico, que vale tanto para un roto como para un descosido. ‘Franco’ es un mantra. Sabrán los nacidos después qué significa tan denso palabro. Para cuantos nos hicimos a su sombra bien puede significar ‘victoria’. O ‘miedo’. Y también ‘Nodo, noticias y documentales’. O ‘Franco, ese hombre’, un delirante documental, ya que estamos, de carácter propagandístico que hoy puede verse en el tu-tubo y que en la provincia donde yo vivía hace más de cincuenta años se estrenó en el mejor teatro, como no, de la capital. ‘Franco’, de manera indiscutible, significa ‘culto a la personalidad’. Me río yo del Kim Jong Un. Una mañana hubo proyección especial de ‘Franco, ese hombre’ para todo el instituto masculino. Un instituto que con su otra mitad, el correspondiente instituto femenino, constituía el único centro docente público de la provincia, una provincia que en los últimos treinta y cinco años ha visto multiplicarse por nada menos que ciento cuarenta los centros públicos dedicados a enseñanzas primaria y secundaria, todos de carácter mixto, hasta totalizar cerca de trescientos. Y eso que la tal provincia sólo ha multiplicado su población por dos.
A la vieja y remendada España no la conoce hoy ‘ni la madre que la parió’. Lo profetizó en 1982 uno que poco después llegaba a vicepresidente del gobierno. Bien sabía ‘don Arfonzo’ de qué hablaba. En 1977 había formado entre los muñidores de los llamados ‘Pactos de La Moncloa’, laboriosa negociación entre poderosos (y muy representativos) caballeros con intereses encontrados que, metidos de hoz y coz en una situación delicada, estaban dispuestos a todo salvo a llegar a las manos: cosas de la democracia (aunque se la llame así sin serlo). La delicadeza del momento, por si faltara algo, incluía una economía patas arriba por culpa de la crisis mundial del petróleo del 73. No llegar a las manos era importante y los ‘Pactos de La Moncloa’ contribuyeron decisivamente a que así fuera. Se firmaron en el palacete de la antigua finca madrileña de los Alba, La Moncloa, entonces recién convertido en sede de Presidencia, y recogen las condiciones necesarias para un pacto de no agresión entre los rojos, los fachas y la ‘casta’ social (y económica), incluidos catalanes y vascos, la ‘otra’ casta social y económica española. Sustancialmente fue un acuerdo entre los entonces nuevos depositarios de la voluntad popular y los eternos dueños del cotarro, dicho sea deprisa y de manera gráfica.
En el apartado IV, titulado Política educativa, consta la explicación a la contundente multiplicación de centros públicos de enseñanza habida en España a partir de los años ochenta. ‘En el ámbito de los centros estatales se acometerá la expansión efectiva de la gratuidad de la enseñanza mediante la construcción, equipamiento y atención a los gastos de funcionamiento y de profesorado de los puestos escolares que se incluyan en el Plan Extraordinario de Escolarización’, etc etc. Y unas líneas más abajo. ‘La política de inversiones habrá de complementarse con una eficaz acción en materia de obtención de suelo’, patatín, patatán, ‘y las medidas legislativas necesarias que permitan la urgente disponibilidad del suelo. Asimismo se considera necesario adoptar las medidas para reducir los actuales plazos en las construcciones y agilizar al máximo la actuación administrativa’.
En menos de una década, IES y escuelas primarias de titularidad pública florecieron como hongos con sus aulas, sus bibliotecas y sus campos de deporte. Y sus profesores. Nunca en la Historia de España se había visto tal cosa. Un hecho nada casual ni inevitable: premeditado. Una marea de entusiastas licenciados universitarios de veintipocos años, hoy a punto de jubilarse, se desparramó por las nuevas instalaciones llevando la luz de la ciencia, el arte y la cultura hasta el último rincón de barriadas, pueblos y aldeas tradicionalmente abandonados a su suerte. Por primera vez, una generación entera de españoles de ambos sexos tuvo la educación gratis a su disposición en la puerta de casa.
Hoy, la ‘generación mejor preparada de la Historia de España’ habla mucho de ‘La Transición’, pero sólo de su cáscara: esa generación esmeradamente educada en la libertad ignora su sustancia. También pasa por alto un hecho: que la política es el arte sutil de hacer posible lo necesario, sólo lo estrictamente necesario, y no todas las ensoñaciones, todas las que cada uno, en ejercicio de su soberana libertad, pueda concebir. Discernir cuando una ensoñación es oportuna y hasta necesaria constituye un arte. Hacerla posible, una obra de arte. Una sutil obra de arte fue, por ejemplo, cierto viaje que al año justo de firmarse los Pactos de La Moncloa, y sólo unas semanas antes de votarse la Constitución, emprendió SM el Rey con destino a México, aunque en realidad fuese mucho más lejos: la bandera de México aún no ondeaba en la ladera de la madrileña ‘Colina de los Chopos’, calle María de Molina esquina con Pinar, a cien metros del edificio que había cobijado la mítica Residencia de Estudiantes.
Federico,
voy por la calle del Pinar
para verte en la Residencia.
Llamo a la puerta de tu cuarto.
Tú no estás.
No, Federico no estaba. Federico García Lorca, evocado por Rafael Alberti en sus pesadillas de exiliado, es la víctima que resume el espanto de la Guerra Civil. Y México, el país que había acogido a miles de supervivientes de aquel espanto y el único que, contra viento y marea, nunca había reconocido a la España de Franco. Sólo con la denostada Democracia ambos países, España y México, restablecieron relaciones, pese a que México seguía cobijando una numerosa e influyente colonia de defensores de la República. Y allí, en México, esa colonia fue recibida por el Rey en los salones de la nueva embajada con la pompa ceremonial necesaria para dar al encuentro el valor, el lustre y la importancia que tenía: expresar fehacientemente que dejaban de ser exiliados, que aquélla era también su embajada y que las ‘Dos Españas’ dejaban de existir oficialmente. En lugar destacado de la trascendental recepción, tras cuarenta años de odio, se encontraba una anciana.
Vale la pena detenerse en su figura. Se trataba de doña María Dolores Rivas Cherif , la viuda de don Manuel Azaña, último presidente de la II República Española. Veinte años más joven que su marido, había sido una más entre los españoles ignorados mientras España estuvo sometida a los dictados del Caudillo. Pero no era una más y Juan Carlos I lo sabía tan bien que uno de los principales objetivos de aquel viaje era saludarla, interés que nunca se molestó en disimular, hasta el punto de que él mismo en persona, vía telefónica, se lo había solicitado. Ella aseguró después, preguntada por esa histórica conversación telefónica privada, no querer trato especial y, cortesía por cortesía, que no se hace subir un rey a casa, salvo que sea el rey Melchor, sino que es una quien baja a verlo cuando él la llama. Y allí estaba, una más entre la prominente colonia republicana española de México, porque aquel Rey era otro Rey. A España, en efecto, empezaba a no conocerla ‘ni la madre que la parió’.
Hay muchas versiones, todas emotivas, de lo sucedido en aquel encuentro en la recién inaugurada embajada española en México. Un sobrino de doña Dolores ha contado que su tía quiso saludar a Juan Carlos I por respeto a la memoria de su marido, el Jefe de Estado que, como ahora éste, se había empeñado en curar las brutales heridas de la guerra. Es una pena que se mire tanto la cáscara de La Transición y se ignore su sustancia. Como me dijo una vez un viejo combatiente que había estado en la batalla de la Carretera de La Coruña con los anarquistas de Cipriano Mera, ‘era esto por lo que luchábamos’.