Que Dios reparta suerte

Estoi tan condenadamente triste, jodido, desmotivado y deprimido que no encuentro más tema hoy que mi propia desolación.

Es durillo ver a la persona que quieres deshacerse lentamente y sin remedio del mismo modo que en la playa se desmoronaban y hundían sobre sí mismos los castillos de arena más grandes y de aspecto más sólido sin que nada ni nadie pudiera evitarlo.

Más durillo que una sesión de patadas en las pelotas.

No es que se acabe ella. Es que me acabo yo también. En vida, como un zombi. No voi a decir que no puedo más, porque puedo esto y más, pero si no suelto, aquí, al menos, un exabrupto, un alarido, lo que sea, es que me abro las venas porque ya no me aguanto ni yo.

Lo único que de verdad quiero es llorar, pero llorar ríos sin parar y porque sí hasta que corra de nuevo un arroyo, Castellana abajo, buscando el río, primero, y después el mar. ¡Lisboa! Aunque llorar no sirva de nada, al menos descansa mucho. Y como no puedo, o no debo porque, simplemente, no toca (y esperemos que, finalmente, no toque nunca), pues me explayo. Este fin de semana he tenido que huir a la calle en dos ocasiones porque las lágrimas se me escapaban solas y sin control, como a los protagonistas, o al protagonista, que ya no me acuerdo ni tengo humor para mirarlo, de la primera égloga de Garcilaso (‘salid sin duelo lágrimas corriendo’). Seguimos ahí pero las esperanzas y las expectativas de recuperación se reducen.

Por días.

No hace falta que digáis nada ni que me déis ánimos (no me anima ya ni el Premio Gordo de la Lotería, salvo que consistiera en la vuelta atrás de todo el proceso y en el regreso a la situación de 2010, cuando el futuro era una cosa y no como ahora, que es mierda entre las manos).

Como en el juego, todo puede pasar aún, pero cada vez tenemos peores cartas.

Y como se dicen los toreros unos a otros antes de salir al ruedo, puesto que toreros somos todos lidiando cada día el toro negro de la vida, que Dios reparta suerte.