23 Fachas y una chavala

El recuerdo más nítido que tengo del 23F es que aquella noché, con perdón, follé.

Con Anita, digamos.

Anita -digamos- era una nena morena, guapa y delicada que cantaba como dios, lo mismo canciones de Los Beatles que lo de eres alta y delgada como tu madre, morená saladá. A mí me ponía lo que no está escrito.

Yo vivía entonces en los alrededores de la plaza de Chueca, en Madrid, integrado en un grupo divertido y heterogéneo cuyos miembros nos conocíamos desde tiempo atrás por razones que no vienen al caso. Recientemente nos habíamos conjurado para alquilar un piso grande y poder vivir en el centro de Madrid.

Y lo habíamos hecho.

La tarde del 23 de febrero de 1981 volvía yo a casa en el autobús 27, allá las seis de la tarde. Curraba por entonces en la zona de la estación de Chamartin, que ya existía. Tenía veintitantos años y era razonablementes imbécil, notablemente inconsciente e indecentemente feliz. Rosa Montero -que era una periodista muy lista que hacía unas entrevistas cojonudas en El País Dominical, que ya existía también- presentaba al día siguiente su segunda novela, Amado amo, en la Plaza Mayor. Lo recuerdo porque mi trabajo guardaba relación con el mundo editorial y con aquella presentación.

El autobús era azul y traqueteaba como una lata vieja. A la altura del Museo de Ciencias Naturales, es decir, frente  a la Escuela de Estado Mayor -que ya es casualidad- yo miraba el Monumento a la Constitución que el alcalde, don Enrique Tierno, había ordenado erigir con mármol de Almería al pie del Museo de Ciencias Naturales. Entonces va un fulano, se pone de pie con la cara desencajada y en mitad del autobús anuncia trágico que en ese mismo momento se está produciendo un golpe de estado.

-¡La puta ostia! -exclamó esgrimiendo un lavis viejo (o sea, un transistor prepaleolítico)- ¡Un golpe de estado!

La verdad es que no le llegaba la camisa al cuerpo, lo cual es bastante lógico. Habíamos enterrado a Franco seis años atrás y los españoles nos las prometíamos muy felices con la cosa democrática. A lo bueno se acostumbra uno rápido y en sólo seis años nos habíamos habituado a la libertad tan divinamente como si en vez de una entelequia fuera caña de lomo. Era 1981, Franco ya no era más que una borrosa pesadilla como de mucho tiempo atrás y de la que, sencillamente, no se hablaba (salvo mis colegas y yo, que lo llamábamos Él, simplemente, no fuera que, oyendo su nombre, creyese el ferrolano que se requería su presencia. ‘Buenas noches ¿me llamaban ustedes?’). Vamos, que teníamos prohibido decir ‘Franco’ en voz alta (y baja, por si las flais)

Yo, como no hay día que por el centro de Madrid no tropieces con alguna forma de pirado, me dije que aquel gilipollas del autobús era el pirado del día.

Pero no: era un golpe de estado como la catedral de Burgos y una señora con cara de enterada (en los autobuses urbanos madrileños abunda esta especie) lo confirmó.

-La guardia civil ha entrado a tiros en el Congreso -afirmó enarbolando también un transistor al que de manera ostentosa -casi triunfal- quitó el audífono.

-¡Oiganlo! -exclamó. Y sólo le falto añadir ‘panda de rojos hideputas de mierda’.

Yo sentí frío. Vamos, que me quedé helado.

-No puede ser -murmuré- No me puede estar pasando esto a mí.

En la radio, un locutor acojonado no decía cosas: las musitaba …nos están apuntando con los fusiles, nos están apuntando. Un guardia civil me mira… Era la voz de alguien consciente de que cinco segundos después puede estar muerto. Tras él se oían broncas voces cuarteleras de contenido confuso y sentido inequívoco, tipo ‘¡¡quieto todo el mundo!! la imperiosa conminación de Tejero que en todos estos años hemos oído mil veces repetida en los medios.

En el autobús se había hecho un silencio de plomo. Detrás de mí, una anciana sollozaba. ‘Otra vez, no, Dios Mío, otra vez no’. A estas alturas de mi vida, treinta años después de aquel susto mortal, puedo jurar a ustedes que sé lo que es el miedo… más o menos. Vivir con él, quiero decir, con un miedo líquido que afloja el cuerpo y paraliza el alma. No era la primera vez que lo experimentaba, pero sí creo que fue la última.

Un silencio introspectivo, roto sólo por la música y las voces de los locutores de continuidad que, desde el estudio de la radio, trataban de aparentar normalidad, se adueñó del autobús. ‘Parece que tenemos problemas con la transmisión. Según nos confirman compañeros desde el exterior del Congreso, un grupo de guardia civiles retiene a los diputados…’ Cada uno se hundió en sus propias reflexiones, mayormente ‘y a partir de ahora ¿qué va a ser de mí?’ Un suceso de esas proporciones es un cataclismo que, caprichosamente, lo pone todo patas arriba. Cualquier clase de futuro posible hasta ese momento, así como cualquier clase de plan trazado previamente, van directamente a la papelera. En lo sucesivo, podía pasar cualquier cosa. Y no sólo eso. Cualquier cosa podía pasar, sí, con una condición sólo: que no fuera buena.

Me bajé del autobús en el recientemente rebautizado Paseo de Recoletos, frente a la Biblioteca Nacional, y subí por Bárbara de Braganza hasta casa, donde reinaba un follón bastante más considerable que el habitual. Era aquella casa la de tócame roque y siempre estaba llena de gente que entraba y salía. Pero aquella tarde no salía nadie. Sobre el censo de seis personas -o así- que habitualmente la habitábamos, a saber, aparte de mí, You -que tocaba el saxofón- Mariano -un estudiante de caminos bastante histérico- y una familia de faranduleros -Edu, Lorena y Jaime (que no levantaba medio metro del suelo y se llamaba así por James Dean)- había otras ocho o diez personas, también de la farándula, actores y actrices mayormente, muy jóvenes (también mayormente). Todos muy alterados y agrupados en torno al teléfono para avisar a un mar de padres angustiados, así como de novietes y novietas repartidos a lo largo y ancho de España. El teléfono, que era rojo, como los terminales de la línea directa que durante la llamada ‘guerra fría’ unía el Kremlin y la Casa Blanca, colgaba en la pared del pasillo, notablemente estrecho. Esto provocaba una aglomeración y Edu, que era el jefe de la kabila, intentaba poner orden en aquel mar de angustia en el que formaba Anita, la cantante guapa que a mí me hacía tilín y que guardaba silencio con cara de preocupación.

-¡Hola! -le dije

No era, claro, la primera vez que la veía. Formaba parte de la compañía teatral de Edu y a veces la había oído recitar el coro de Antígona con notable convicción. De hecho, nunca he olvidado ese fragmento de Sófocles.

Hay muchas cosas chocantes y portentosas, pero ninguna iguala al Ser Humano. Empujado por los tempestuosos vientos del sur, alcanza el otro lado del espumeante mar…

-Hola -respondió esgrimiendo una sonrisa triste y preocupada- ¿Has visto? Qué mal ¿no?

Yo sonreí con seguridad.

-No te preocupes. No va a pasar nada

-¡Ay! ¿Tú crees?

Y me abrazaba el brazo. Tenía un intenso pelo negro que contrastaba con una piel divertida, pecosa y blanca como la leche. Dos ojos relampaguantes como aceitunas de la vega del Guadalquivir presidían el conjunto. Tenía también dos padres y unos hermanos chicos en Ciudad Real. Bueno, y la cabeza a pájaros (más que yo aún, que ya es decir). Además estudiaba -o algo así- Derecho y quería ser artista. Nunca habíamos hablado más allá de cuatro palabras de mera cortesía al cruzarnos por casa o en el Sierra, célebre tasca de la plaza de Chueca, pero la excepcionalidad de aquella noche la empujó a mi lado.

-Me da miedo volver a Aluche ¿sabes?

Por lo visto, vivía en Aluche con una tía abuela que era asentadora de hortalizas en algún lugar del Hondo Sur madrileño, entre Vicálvaro, al sureste, y Carabanchel, al suroeste. Quizá por eso olía a a castañas frescas.

-Bueno, puedes quedarte aquí… Seguro que te encontramos un hueco.

-¡Ay, sí, gracias! Le voy a preguntar a Edu…

Cuando terminaron con el ciclo de llamadas telefónicas (incluso hablaron la Isla del Hierro), los actores -que son la mar de numereros- empezaron a hacer cábalas y a discutir sobre lo que pasaría con el punch antidemocrático. La verdad es que estabamos todos razonablemente acojonados porque, si bien ninguno militábamos ni habíamos militdo nunca en partido alguno, todos habíamos sido compañeros de viaje de las mil formas izquierdosas como llenaban España desde antes, incluso, de fallecer Él. Así que todos, de una manera o de otra, debíamos figurar en las agendas de la mitad de los rojos-rojos de Madrid. Este detalle no escapaba a nuestra perspicacia. Si aquella desmesura de Tejero prosperaba, podíamos fácilmente acabar pasando por comisaría.

Fue Edu quien, como padre y hombre responsable, me llamó a un aparte.

-¿Cómo crees tú que acabará esto?

Yo estaba tan seguro de todo como él. O sea, nada.

-Pues tal y como van las cosas -y teniendo en cuenta que no sabemos nada- puede pasar lo que prefieras. Desde que en algún momento corra la sangre Carrera abajo. O que dentro de dos horas veamos al tío ese -Tejero- en chirona. Entre esos dos extremos….

Entre esos dos extremos, lo que se te ocurra.
.
Edu entonces me hizo la pregunta del millón.

-¿Tú guardas aquí, en casa, algo que te pueda identificar como rojo?

La preocupación de Edu era lógica. Con nosotros vivía Jaime, hijo suyo y de Lorena, que había nacido en el 78 y que iba a cumplir tres años. En ciertos aspectos, Jaime era como un hijo mío, así que sentía exactamente la misma inquietud que Edu. Hoy, Jaime tiene la edad de cristo, se dedica -como no- al teatro -aunque no como actor (pese a que es muy bueno)- y nos vemos regularmente.

No abrí la boca y asentí con la cabeza. Hay que decir que bastaba con tener libros (de Tennessee Williams, por ejemplo) para que gente saludable y sana como Tejero y su colegio ‘ideológico’ te tuvieran por rojo. Desgraciadamente, yo guardaba algo más que eso. Aparte heterodoxias -como las Tesis sobre Feuerbach, por ejemplo, la Guerra Civil de Hugh Thomas y algún otro libro de Ruedo Ibérico- había juntado una bonita, nutridísima y valiosa (hoy no tendría precio) colección de panfletos antifranquistas ciclostilados (la Colección Bowman), fruto de años haciendo el ostia por ahí. Y así se lo hice saber a Edu.

-Si los fachas me pillan eso, me fusilan. Y si sólo me fusilan, me puedo dar por contento -concluí.

Lo que un sádico puede llegar a hacer con una persona a su merced supera cualquier espanto que pueda concebir nadie medio normal. La dramática experiencia de Chile y Argentina era entonces el pan nuestro de cada día. Madrid estaba lleno de (hispano) americanos huidos, y no sólo de Argentina y Chile. Con todo esto en la cabeza y con la enorme confusión de aquellas últimas horas de la tarde -las radios y la tele no se aclaraban y el lío, en fin, era gordísimo- Edu y yo preparamos un gran plato metálico y, en previsión de males mayores, destruímos toda clase de documentación ‘comprometedora’. Fue un fuego melancólico. El futuro asomaba incierto y en aquel pequeño incendio controlado quemábamos lo que éramos, quienes aspirábamos a ser, nuestro pasado, en fin, nuestra identidad y nuestras raíces. Como aseguró Joan Alcover hace más de cien años en su poema ‘La Balanguera’ -hoy himno de todos los mallorquines del mundo- para subir alto hay que haber arraigado hondo bien abajo.

Por eso en España, arraigar es difícil.

A todo esto se había hecho de noche, así que después de cenar, Edu me planteó salir a la calle, que se mantenía tranquila y apacible. Bajo el cielo de Madrid, el silencio era completo y a través de las ventanas abiertas ni siquiera se oía respirar la ciudad.

Era como si hubiese caído la bomba de neutrones.

-¿Qué? ¿Vamos?

Yo temía, sobre todo, las escuadras de fachas, tristemente célebres entonces en Madrid por los asesinatos de los abogados -¿comunistas?- de la calle Atocha, sólo tres o cuatro años antes. Aparte aquella desmesura, estos grupos caza-rojos habían protagonizado en las calles numerosos incidentes de todas clases y más de una muerte. Era evidente que estaban organizados, coordinados y que se beneficiaban de cierta clase de impunidad. Pero Edu insistía en que saliéramos. Aquel silencio era inhabitual, así que nos presentamos en la plaza de Chueca, desierta. El único signo de vida era la taberna -vacía- de don Ángel Sierra iluminada como un faro en medio de la noche. A través de la cristalera podíamos ver tras la barra a don Ángel en persona presidiendo -estatuario e inmóvil- su establecimiento. Se apoyaba con parsimonia en el grifo del vermut y le flanqueaban a pie firme sus dos históricos subalternos en posición de descansen, las piernas abiertas y las manos en la espalda.

-Buenas noches

-Buenas noches, señores -se irguió, profesional, don Ángel- ¿Qué ha de ser?

El establecimiento brillaba como un yate clásico recién barnizado. Edu y yo nos acercamos a la barra como a un sacramento.

-Dos vermús.

Ángel Sierra, una institución en el barrio, vestía de calle en mangas de camisa (impecablemente blanca) y sonreía acogedor tras sus profesorales gafas de montura fina y su rostro cuidadosamente afeitado. Sus banderilleros -uno calvo, contundente y enorme, otro minúsculo y satisfecho- uniformados de blanco de la cabeza a los pies, lucían astifino bigote antiguo impecablemente afeitado y se aprestaron a servir los dos vermús acompañados de su canónica tapa de aceituna y anchoa, marca de la casa.

-Marchando, señor.

Los dos secretarios de Sierra eran célebres por su capacidad para servir vermús y cañas. Se decía que podían despachar cincuenta unidades, con su correspondiente tapa, en un minuto. Fuera de las necesidades del servicio, don Angel no hablaba. Sus banderilleros, que lucían una mueca irónica, tampoco. Mediado el vermú, mi conmilitón Edu rompió el fuego.

-Está tranquila la noche….

Don Angel, apoyado en el grifo, miraba la eternidad.

-En La Carrera.

La Carrera es, en Madrid, el antiguo camino que desde la Puerta del Sol bajaba al Prado (y a las Huertas) de San Jerónimo. En la Carrera (de San Jerónimo) se alza desde mediados del siglo XIX, aproximadamente, el Congreso de los Diputados cuya poderosa fábrica -obra del sr Pascual Colomer- ocupa el solar del que fuera convento del Espíritu Santo desde el siglo XVII.

-Más que tranquila, allí la noche debe estar caliente -y me reí ostentando despreocupación (que es lo que hay que ostentar cuando te cagas de miedo).

También ellos, al otro lado de la barra, esgrimieron sonrisas. Mi colega Edu permanecía impertérito. Sierra hizo una señal y sus subalternos sirvieron otros dos vermús con tapa.

-La casa invita -añadió- Mañana….

El grande asintió filosófico y con voz fuerte de barítono.

-Mañana, igual que hoy. Todo muda para que nada se mueva.

Nos volvimos al tabernero filósofo. Me pregunté en silencio si habría leído a Lampedusa o si era todo fruto de su magín. ‘Sea como sea, Valle vive’ -me dije- ‘La cultura está en las tabernas’.

Reconfortados, Edu y yo nos echamos a la calle. El silencio seguía dueño y señor de Madrid. Podíamos oír nuestros propios pasos resonando en el asfalto de la solitaria plaza de Chueca. Por Libertad, bajamos a Infantas y salimos al cruce de Gran Vía con Alcalá. En la isleta había un hombre solo en mitad de la nada. Pensativo, con una mano apretando la mandíbula, estudiaba la Gran Vía y el edificio que amuralla la esquina con Caballero de Gracia. La fachada ostentaba un reloj y un luminoso con grandes letras amarillas del joyero Piaget y de la marca de relojes Baume y Mercier (que entonces pertenecía a los señores Piaget, yo creo). Pasamos delante de él, pero no nos vio, perdido como estaba en el vacío que nos rodeaba. Se limitó a sacar una libreta y, ausente, se puso a dibujar. Parecía flotar en el aire. Como un ángel.

Más que cruzar Madrid, aquella noche cruzamos un sueño, la esencia y la sustancia de Madrid, su luz (aún siendo de noche). El Madrid que aún no existia, pues apenas había empezado a alumbrar, del pintor Antonio López. Lo más sorprendente, como en las visiones madrileñas de López, que no en vano es manchego, era la ausencia total y absoluta de tráfico. Si no estuviéramos en febrero, podríamos habernos echado a dormir sobre el asfalto de la Gran Vía.

-Como la noche de los fusilamientos.

Y es que sólo había visto Madrid así, abandonado, solitario y replegado sobre sí mismo, lóbrego y atenazado por el dolor, la desesperanza y la incertidumbre, una vez en mi vida, la noche anterior a los últimos fusilamientos de Franco, poco más de cinco años atrás, la del 26 al 27 de septiempre de 1975. Como entonces, el aleteo del ángel de la muerte sobre los tejados me dio frío.

Por la calle de Alcalá bajaban veintitrés fachas uniformados. Alguno lucía, incluso, boina roja. Cantaban alegres al paso de la paz y traían prendidas cinco rosas en las flechas de su haz.

Parecían formar también parte de un sueño.

Pero no.

Eran sólidos, macizos y reales.

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13 respuestas a 23 Fachas y una chavala

  1. Siana dijo:

    He disfrutado leyendo esta primera parte, y cómo no, espero (esperamos) la segunda. Estos días justamente me he estado preguntado mucho cómo se vivió aquello. Yo sólo tengo un recuerdo nítido. «No hay colegio». Que pusieron los «10 mandamientos» en la tele. Y el final del día, larguísimo, con mis padres entrando y saliendo de casa para hablar con los vecinos. Y al final aquello de «Se acabó», y el Rey hablando por televisión. Yo era muy pequeña pero me quedé con la imagen y la idea de que ese señor nos había salvado de algo gordo, y terrible.

    Ese verano, con mis primos en Teruel, nos aprendimos de memoria una canción que se puso de moda, el «Tanguillo del golpe»:

    Tanguillo del Golpe
    (Letra de Juan Palacios, música popular)

    ¡Quieto todo el mundo! ¡Se sienten, coño! ¡Al suelo, al suelo, al suelo…!

    Aquellos guardias civiles que interrumpieron la votación
    jodieron la investidura del jefe de la nación,
    secuestraron al gobierno ,la prensa y la oposición.

    Allí estaba Tejero, vaya un pitote,
    con su tricornio negro,
    su traje verde y con su bigote.

    Se subió a la escalera y les habló:
    “Esténse todos quietos, ay, por favor”.

    Estaba la gente cagaíta de miedo
    bajo sus escaños, tiraos por el suelo-
    De repente “el Guti” se fue pa’l Tejero
    ¡Ay, coño, que susto, nos matan al viejo!

    Tejero como ya dije, sin moverse de su sitio,
    se puso a pegarle tiros al techo del hemiciclo.
    Suárez se queda quieto, Carrillo no mueve un dedo,
    y el pobre de Sagaseta, rodilla en tierra, rezando el credo,
    y hasta se empinan los rizos de la cabeza del Escuredo.

    ¡Qué nochecita pasamos los españoles, vaya una gracia!
    Si el Borbón no lo remedia, nos quitan la democracia,
    las huelgas, los sindicatos y hasta la Constitución.

    Los tanques, por Valencia, van como locos,
    menos mal que Juan Carlos me los convence poquito a poco.
    Y al ver como se pone la situación
    se reúne la Junta de Estao Mayor.

    Y al cabo de un rato sacan una nota
    que dice: “Tejero, no seas cabezota.
    Ríndete al momento, no seas desgraciao,
    que los golpeteros te han abandonado”.

    Tejero, sin inmutarse, sin bajarse del poyete,
    le pega un corte de mangas al Aramburu Topete.
    “¡De aquí no se mueve nadie, soy el Caballo de Troya!
    y estoy dispuesto a cargarme
    medio congreso si no me apoyan,
    que estoy hasta los bigotes
    de que me tomen por gilipollas”.

    Gracias Bow.

  2. bowmanpoole dijo:

    M alegro de que hayas disfrutado. Gracias. Muy pronto, la segunda parte.

    Muy divertida la canción. Gracias de nuevo. Yo no la recordaba.

  3. Antonio dijo:

    Pero lo más interesante es lo de Anita, eso lo rematarás en la segunda parte, ¿no?

  4. Siana dijo:

    La harás, eh? esa segunda parte. Con Anita!!!

    Besotes

  5. bowmanpoole dijo:

    Jodó
    Como pa no hacerlo.
    Y yo q creía q esto no lo miraba ni dios

    Lo que tendría que hacer -bien pensado- es contar todas mis aventuras. Todas. Que tp son tantas, por otra parte. Y preguntar por ahí a mis amigos tastarras y contar tb las suyas. No la definitiva, no: las de por ahí. Las otras. Y las noches de farra. Las noches de ‘niñas’, que dice el pijerío. ¿Por q no contarlo? A cierta edad, ya te trae todo al pairo. Q más da. ¡Qué se sepa todo! Ancha es Castilla. A morir por dios.

  6. Estrella dijo:

    Me ha encantado. Qué lujo de detalles y qué mágico lo de Antonio López.

    Ahora no me da tiempo ya, pero mañana, o en cuanto pueda, te cuento cómo viví yo esa noche, que no es que fuera nada del otrro mundo, pero bueno, ya que estamos.

    Hablando de otra cosa que te he leído en esa última respuesta, dices, y todo el mundo dice, «Ancha es Castilla» y no se dice así. Se dice «ancha Castilla», sin el «es». Es una frase que mi padre decía mucho, la conozco muy bien. Completa es «Ancha Castilla, que el Rey paga» y viene a significar que si eliges o puedes obtener algo bueno que otro paga pues lo pides grande, y ancho, como Castilla, porque te va a salir gratis. De la otra manera, con el «es», significa sólo eso, que Castilla es ancha. Dando igual quien la pague, el rey o perico el de los palotes. Pero me temo que al final el significado que se le está dando a esta frase es algo así como «de perdidos, al río ¡qué más da todo!». Ni te imaginas las ganas que tenía de explicar esto, pero no es cosa de ir por ahí cantándole a la gente las mañanas, cuando además lo último que quieres es cantarle nada a nadie y más si son tan tontos que no saben ni decir medio bien un dicho que tiene mil años :-))))

    Un besito. Y sigue contando cosas. Me da igual lo que cuentes ni cómo acabe, tú sigue contándolo igual de bien.

  7. Estrella dijo:

    Releyendo lo que he escrito se me ponen los pelos de punta. ¡Qué mal me explico! Y qué mal redacto. Pero bueno, al menos te ha servido de algo, eso tan mal explicado que te he contado. Y me alegro.

    Lo de explicarte mi 23-F casi que lo dejo. Es que creo que te voy a aburrir y pa eso ¿pa qué? ¿no? Pues eso, mejor no te lo cuento.

  8. bowmanpoole dijo:

    Ni te explicas mal ni redactas mal ni nada. Y no lo digo por cortesía. Con quedarme callado, bastaba. Así q escribe lo q te dé la gana.

  9. Estrella dijo:

    Gracias, David. Da gusto ir por la vida y que te traten bien 🙂

    Lo de aburrirte era por el relato de mi 23-F, que como te dije, no fue cosa del otro jueves. Lo que sí me ha quedado claro con los años es que no valoré ni mucho menos la sapienza de mi madre. Y las madres, por muy de pueblo que sean, como lo es la mía, tienen ya sus tiros pegados. Y la mía los tenía.

    Yo estaba en casa y me enteré por la radio de que pasaba algo en el Congreso, pero no me quedó muy claro, o nada claro, mejor dicho, qué era lo que pasaba. Yo tenía 20 años, hacía poco que me había casado con el hombre de mi vida (no me podía ni imaginar entonces hasta qué extremos lo sería) y tenía un bebé de tres meses que me tenía boba de ilusión y de amor. Cómo ves yo era más feliz que un angelito del cielo. Llamé a mi madre, no sé para qué, y de pasada le pregunté que si había oído la radio, me dijo que no y le comenté lo de los guardia civiles. Dio un respingo y soltó «¡Ay, madre mía. Eso es un golpe de Estado! ¡Ay, Señor, ay Señor, ya están otra vez. Otra vez como antes! ¡Así empezaron! ¡Así empezó la guerra! ¡Así empezaron en el 36! ¡Si esto se veía venir! ¡Tanto libertinaje, tantas manifestaciones, tanta revolución!». Yo me quedé escuchando a mi madre igual que si oyera hablar a una mujer de las de Atapuerca. Entonces, muy sobrada yo, muy enterada, muy segura de mí misma, de mis muchos conocimientos del mundo y los ningunos de ella le contesté, dejando caer las aes le solté las dos palabras, que me salieron todo pachorras, «Aaaaaaanda, maaaaaaama». Pero qué dices. ¡Anda, anda! ¡La guerra! Anda ya y anda ya. Eso son cosas de antiguos. De brutos. ¿Tú no ves que ahora la gente estamos más civilizados? Ahora la gente ya no es así. Ahora eso ya no pasa». Me da risa lo ingenua y lo idiota que era yo. Mi madre había visto irse a Alfonso XIII, vivido la república y la guerra y había visto a su novio, mi padre, echarse al capote los tres años que duró la trifulca. Sus abuelos le habían hablado de una tal gloriosa también. ¡Ya lo creo que sabía de lo que hablaba! Una hora más o menos después de hablar con mi madre me telefoneó mi marido desde el restaurante donde trabajaba, en la zona alta de Barcelona. Me dijo que se venía ya para casa. La jefa había dado orden de cerrar el restaurante, y eso que ese restaurante no se cerraba ni un solo día del año. Eran alrededor de las nueve de la noche, las calles estaban vacías y los locales comerciales estaban cerrados o a punto de cerrar. Yo colgué y fui a sentarme al butacón que había delante de la tele. Movida por la sensación de amenaza que se me quedó en el cuerpo (había tomado más o menos conciencia del peligro, menos que más, todo sea dicho, porque yo mis veinte años los había vivido por igual, muy sencillamente, tanto durante el franquismo como en aquellos frágiles cinco años de democracia) alargué el brazo y atraje hacia mí el moisés donde dormía mi hijo. Lo puse junto a mis piernas, muy pegado a mí. Queriéndolo proteger de algo, aunque no sabía muy bien de qué.

  10. bowmanpoole dijo:

    Jodó, nena. Menos mal que escribes mal.

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